Comentario
El retablo es primordialmente una obra de arquitectura, aunque no realizada habitualmente en piedra de cantería ni en materiales duros sino en madera. El constructor de retablos, llamado ensamblador, ha de poseer en conocimientos de carpintería, pero también de arquitectura, tanto compositivos como de léxico (órdenes arquitectónicos). Pero el retablo es por naturaleza proteico, pues su arquitectura ha de servir de marco y encuadre a la imagen pintada y esculpida, razón por la cual pertenece también al área de la pintura y de la escultura. Además el retablo, fabricado generalmente de madera, raramente se deja en blanco, es decir del color original de la madera en él empleada, sino que recibe una capa de pintura y dorado, operación que llevan a cabo pintores y doradores especializados, casi siempre bajo el control y supervisión del ensamblador.
Este último actúa como empresario o asentista del retablo a las órdenes del cliente que lo encarga. Dibuja su traza o diseño general, que se inserta en el contrato y que muchas veces incluye esbozadamente las partes de pintura, relieve, escultura y talla que ha de llevar. Se hace cargo del transporte de los materiales (madera de la clase que sea), de su corte en las piezas, molduras y perfiles convenientes que, encajadas unas en otras (operación llamada en carpintería ensamblar) y debidamente encoladas y fijadas constituyen el retablo propiamente dicho. Como a veces éste es de dimensiones enormes, ocupando todo el alto y ancho de la cabecera de la iglesia, necesita de colaboradores que, bajo su dirección, constituyen el taller. El taller material se instala en una pieza contigua a la iglesia o en un recinto del convento cedido para ello desde donde, una vez concluido el retablo, sus componentes son trasladados al templo donde ha de ser instalado, procediendo a su montaje mediante andamios que corren generalmente por cuenta del cliente.
El ensamblador y su taller realizaban los perfiles y molduras arquitectónicas del retablo, pero cuando éste comportaba una carga suplementaria de ornatos, entonces se echaba mano de tallistas especializados en esa labor si no los había en el taller, subcontratando con ellos dicha tarea dentro del precio global previamente calculado. La escultura del retablo podía ser bien de medio relieve y relieve entero, bien exenta y de bulto redondo. Los relieves con escenas narrativas ocupaban los encasamientos o tableros de los pisos y calles pero, a veces, por el prurito de querer describir todos los pormenores de una historia, los relieves se esparcían por otras zonas del retablo como el banco, los netos y pedestales de las columnas y los entrepisos. Las estatuas o imágenes de bulto se situaban en las hornacinas, a veces delante de las columnas y en los intercolumnios y, desde luego, en el nicho central o camarín, donde iba la imagen principal, titular de la iglesia o patrona de la localidad donde ésta radicaba.
Los relieves y estatuas de bulto corrían a cargo del escultor profesional que las subcontrataba con el ensamblador en el caso de que éste no fuese también imaginero -caso no tan infrecuente-, comprometiéndose a realizarlos conforme a los temas y asuntos y con el orden establecido por el cliente o por el experto iconógrafo que le asistía. Los tableros podían llevar escenas pintadas que, en su caso, alternaban con imágenes de bulto e incluso con relieves en el banco y otros lugares, obteniéndose entonces los retablos más completos no sólo desde el punto de vista iconográfico sino también a causa de la integración en ellos de todas las artes. Las pinturas, generalmente al óleo, se encomendaban, claro está, a pintores profesionales de mayor o menor renombre según las regiones y ciudades en que floreciesen o no buenas escuelas pictóricas.
Hay que añadir que en los retablos españoles de la época barroca intervinieron los artífices más señalados. Con frecuencia las trazas fueron confeccionadas por arquitectos muy cualificados y conocidos, maestros de las obras reales, de las obras municipales, de los obispados y de las catedrales y cabildos. Enumerarlos a todos sería tarea interminable sobre todo después de que la bibliografía especializada va revelando cada día nuevos e importantes nombres de toda la geografía nacional. Sin embargo, como ya se señaló anteriormente, al principio las trazas eran dibujadas preferentemente por arquitectos de oficio o maestros especializados en el retablo. Más tarde se emprendió el camino contrario: los escultores, pintores, entalladores, adornistas e incluso orfebres acapararon el diseño del retablo menoscabando su sustancia arquitectónica a favor de lo escenográfico, pictórico y decorativo. Una vez dominado de esta manera el arte del retablo, se entrometieron en la profesión de los maestros de obras concibiendo la arquitectura, basada antes en la solidez de los cortes de cantería, con categorías y modos operativos características del retablo de madera.
Los clientes de los retablos fueron, como es lógico, entidades religiosas de diversa índole puesto que aquellas eran piezas eminentemente culturales y litúrgicas destinadas a las iglesias, capillas y ermitas. Raramente un particular concertó la hechura de un retablo a no ser que estuviese concebido para su propia capilla funeraria o para una fundación piadosa por él costeada. Por ello los clientes habituales fueron los obispados, los cabildos eclesiásticos, los comités parroquiales, las comunidades de religiosos y las numerosas hermandades y cofradías. Estos colectivos contrataban ante escribano público el retablo, estipulando las condiciones técnicas y artísticas a que debía someterse el contratante. Dichas condiciones eran establecidas por el autor de la traza o diseño, que desgraciadamente no coincidió siempre con el adjudicatario de su ejecución, pues ésta era subastada y asignada, por consiguiente, al postor que se comprometiese a realizarla al menor precio. Los precios de los retablos fueron, por lo general, bastante altos y abultados pues incluían el costo de la traza, los materiales y su acarreo, las operaciones de los distintos artífices: ensambladores, tallistas, escultores y pintores y, finalmente, el montaje in situ con los instrumentos necesarios para ello de andamios, etc. Pero aún más elevado resultaba el costo de policromarlos y dorarlos, no tanto por los salarios devengados por los batihojas cuanto por el altísimo precio del material básico empleado en ello, los panes de oro de subidos quilates.
El retablo, como ya se ha dicho, y sobre todo el retablo de tipo didáctico y catequético, comportaba multitud de escenas en que se narraban ciclos más o menos completos de la vida y milagros de Cristo, la Virgen y de los santos reconocidos por la Iglesia. Podía haber ensambladores, escultores y pintores que fueran expertos en estos asuntos, pero lo normal era que el colectivo que contrataba el retablo encargase de ese menester a un experto en iconografía, por ejemplo un canónigo o un fraile eruditos, catedráticos de Sagrada Escritura o Teología Dogmática, los cuales disponían el modo de representar cada historia particular y el conjunto general arreglado conforme a un orden que revelase al entendido un auténtico programa.
Los ciclos consagrados a narrar la historia de la salvación operada por Cristo escogían preferentemente las escenas de su infancia (encarnación del Hijo de Dios que asumió en plenitud la naturaleza humana), pasaban por alto las de la vida pública y terminaban en las de la pasión (reconciliación de la humanidad con Dios en virtud de los sufrimientos y la muerte de su Hijo). Otras veces las historias se disponían a tenor de las principales festividades litúrgicas, las llamadas cuatro Pascuas, a saber la de Navidad, la de Epifanía, la de Pentecostés y la de la Ascensión. También hemos señalado la importancia que se concedió después del Concilio de Trento a la presencia real de Jesucristo en la eucaristía y al carácter sacrificial de la misa. Ambas creencias no solamente se materializaron en el primer rango concedido en los retablos a sagrarios y tabernáculos sino también mediante su adorno con prefiguraciones esculpidas y pintadas del Antiguo Testamento, puestas en lectura paralela con episodios del Nuevo en que se anticipaba la institución del sacramento de la Eucaristía y del sacrificio de la misa.
Innumerables retablos escogieron episodios de la vida de la Virgen María, particularmente los narrados por el evangelista san Lucas, que culminaban en el misterio de su Asunción en cuerpo y alma a los cielos, por ser esta última la festividad más antigua de Nuestra Señora celebrada tanto por la Iglesia católica como por la oriental ortodoxa. María era presentada al pueblo cristiano como modelo ideal de la humanidad redimida por su Hijo y como quien, en consecuencia, había puesto en práctica con mayor rigor y perfección sus enseñanzas. Como esta cualidad se cifraba y sintetizaba en el misterio de su Concepción Inmaculada, no resulta extraño que fuese representada tantas veces de esta manera, particularmente cuando la lucha por conseguir la definición dogmática de dicho misterio fue uno de los asuntos que más apasionó a la sociedad española del siglo XVII. Sin embargo, lo más frecuente fue venerar a la Virgen bajo una advocación local determinada o como patrona de una ciudad, pueblo o comarca en un camarín que ocupaba el centro del retablo. La imagen era entonces, casi sin excepción, una imagen de vestir, es decir un maniquí con el rostro y manos talladas y el resto recubierto de lujosos vestidos, telas y joyas. Pese a que los sínodos diocesanos se declararon unánimemente en todas las regiones y provincias españolas contra tales imágenes a causa del peligro que encerraban de profanidad y fetichismo, se impuso la voluntad popular, deseosa de ver en ellas una especie de ídolo. Ya señalamos antes el rito que se organizó en torno a ellas, pues eran vestidas, arregladas y acicaladas por una cohorte de camareras y azafatas antes de ser expuestas a la veneración del público.
La negación del culto a los santos por parte de erasmistas, alumbrados y protestantes sirvió de acicate para que se representasen con frecuencia en los retablos su vida y sus milagros; la primera era ofrecida a los fieles como modelo a seguir y los segundos como prueba y señal de su eficaz intercesión ante la divinidad. Los santos mayormente efigiados fueron en primer lugar los que lo habían sido desde antiguo: los Apóstoles en cuanto fundamento y cimiento de la iglesia; los Evangelistas como primeros pregoneros del mensaje de Jesucristo; los Padres de la Iglesia, tanto latina como griega, como portavoces de la tradición eclesiástica. Pero también se impusieron nuevas devociones más acomodadas al sentir y a la mentalidad colectiva de la época. Así la del patriarca san José; la de los fundadores de las modernas órdenes religiosas como san Ignacio de Loyola, santa Teresa de Jesús, san Juan de Dios; la de los mártires bien en países dominados por protestantes y anglicanos, bien en territorios de misiones y, más en general, la de los santos recientemente canonizados.
Naturalmente cada ciudad, región o comarca profesaba especial veneración a su santo patrono; cada gremio o cofradía a su protector; cada orden religiosa a su fundador y a los santos de su calendario litúrgico. Incluso otros santos más antiguos siguieron gozando en el siglo XVII de idéntica devoción que antes en fuerza de su fama como operadores de milagros, curaciones y prodigios, o como protectores contra enfermedades concretas, plagas del campo, pestes y epidemias.
No se ha de olvidar finalmente a los ángeles en general y al ángel custodio en particular; la devoción a este último floreció especialmente en esta época declarándosele incluso patrono de los alguaciles y funcionarios de las audiencias. Los ángeles, de cuerpo entero o reducidos a la cabeza y alas, fueron el comodín más frecuentemente usado para rellenar los vacíos de los retablos. Las figuras de los tres arcángeles más conocidos, Miguel, Rafael y Gabriel, fueron utilizadas de preferencia en los remates y áticos de los retablos junto con las personificaciones de las virtudes teologales: Fe, Esperanza y Caridad, y de las cardinales: Justicia, Prudencia, Fortaleza y Templanza.